Mi blog.

Dentro de muchos años entraré aquí y será mi particular baúl (digital) de los recuerdos (no digitales).

lunes, 25 de febrero de 2013

Manolo

Antes de empezar a hablar me gustaría pedirte perdón si te llamas Manolo. Y antes de que me digas que decir 'antes de empezar a hablar' ya es empezar a hablar te diré que para ser listillo, te has pasado de listillo. ¡No estoy hablando! ¡Estoy escribiendo! ¡Já! En cualquier caso, no dejes de ser un listillo, me caen bien los listillos así que es probable que me caigas bien. Sobre todo si me adulas mucho y a horas de no adulación (por ejemplo las 3 de la tarde o las 8 de la mañana)

Pues bien, pido disculpas a los Manolos o a los que quieran a algún Manolo proque hoy venía pensando en lo terriblemente contrario a la elegancia que es ese nombre. Manolo. Manolo no puede ser un seductor, ni un rompecorazones ni un caballeroso caballero. Yo a Manolo me lo imagino labrando su huerto, con surcos de sudor en su camisa de jornalero y sombrero de paja. No puedo imaginar a Manolo fuera de ese marco aunque, intuyo, hará otras cosas además de labrar.

¿Puedes acaso tú imaginar a Manolo con un ramo de flores en una mano y su corazón (metafóricamente hablando, claro está) en la otra, en la puerta de su amada, Claire, Dulcinea o Catalina? ¿A Manolo de traje y elegantemene ataviado camino de una reunión importante? Es una lástima, a mí me resulta imposible.

Igual que Néstor (discúlpame si te llamas así, insisto, no quisiera herir sensibilidades) siempre será nombre de mayordomo. Dentro de cinco o seis años, cuando sea rica y tenga mayordomo, pondré un anuncio y buscaré un Néstor. Lo más parecido posible al mayordomo del Capitán Haddock. ¡Eso sí que era un mayordomo!



Manolo vivía entre amarillos y azules, felizmente casado con el albor del día y el trino de su gallardo gallo de corral. ¿Acaso hay gallos que no sean de corral? Manolo desayunaba gachas cada mañana mientras contemplaba al sol salir (por el este). Se calzaba sus desgastadas botas y abría una desvencijada puerta que le conectaba con el exterior, que era su interior, que era su vida, que era el campo. Manolo era el campo y lo llevaba escrito en cada una de las arrugas de sus manos, en cada una de las vértebras de su desgastada columna. Manolo vivía enamorado de la manera que tenía el sol en invierno de calentar primero la puerta del corral y luego la puerta de su casa, para terminar calentando su jardincillo de flores. Le enamoraban los Dondiegos y su forma de abrir sus pétalos cuando todas las demás flores los cerraban, menudos galanes de noche, ellos sí que eran unos mujeriegos. Adoraba recoger los huevos que ponían sus gallinas ponedoras y comer tortilla, o huevos revueltos, o revuelto de huevos con tortilla, o huevos estrellados o huevos rotos.

Digamos, para que lo entiendas mejor, que Manolo era el prototipo de noble bruto que todos tenemos en nuestra cabeza. Uno de esos seres tan simples, tan simples que carecen de la capacidad de hacer el mal. Pero tan buenos, tan buenos, que jamás se les ocurriría hacer el mal si les fuera dada esa capacidad. Manolo no tenía claro cuántos años tenía. Sabía que debía tener una edad entre 30 y 50 años, más cerca de los 50 que de los 30 pero, claro, habiendo vivido ya tantos años sólo acompañado por sus gallinas y sus flores, ¿cómo recordar cuánto hacía que nació?

Manolo se acostaba cuando el sol se iba. ¿Sol en mayúsculas o en minúsculas? Manolo se despertaba cuando el Sol volvía. Un día, o mejor dicho, una noche, Manolo no podía dormir. Tempus fugit, qué más dará. Lo que le preocupaba a Manolo no eran las vanas preocupaciones pasajeras que nos pueden atacar a nosotros en cualquier momento. Manolo no podía dormir porque su gallo había muerto esa mañana. O tal vez la noche anterior. La cuestión es que su gallo no le despertó y él durmió más de la cuenta. Así que ahora, de noche, no podía dormir. ¿Cuánto hacía que no miraba las estrellas? ¿30, 50 años? Supongo que depende de la edad que digamos que Manolo tenía.

Era el nosécuántos de tal mes, y como Manolo veía que no se dormía, fue a llamar a otro elefante. Quiero decir, salió a mirar las estrellas. ¡Maldito el nosécuántos de tal mes! ¡Manolo, no salgas! ¡Te perderás! Pero no pude hacer nada por evitarlo. Salió. Se tumbó en su hamaca y escudriñó el cielo. Y así fue como Manolo conoció a su primer y único amor: la Luna.

¿Quién me iba a decir a mí que alguien llamado Manolo se convertiría en un enamoradizo tan perdido como nuestro labrador? Perdidamente enamorado, manolo empezó a coger la costumbre de levantarse algo más tarde y pasar un rato contemplando a su amada salir y entrar. La observaba, al principio en silencio. Luego, empezó a hablar con ella. Le contaba lo que había hecho durante el día, cómo se había portado el sol o cuántos huevos había recogido. Empezó a vivir por y para ella. Empezó a desvivirse por ella.

Ella, por su parte, nunca había recibido tantas atenciones. Creyó estar enamorada y cada noche se ponía sus mejores galas: vestidos de cuarto menguante, vestidos de cuarto creciente y vestidos que la hacían parecer una luna nueva. Le quiso, al menos durante un tiempo.

Ella empezó también a hablar con él. primero con guiños, luego con sonrisas y finalmente con palabras. ¿Cómo te llamas?, le preguntó una noche. Manolo, respondió él feliz.

Lo siento, Manolo, lo nuestro jamás funcionaría. Tú vives enamorado de las espigas y del vaivén de sus cuerpos al viento, eres un labrador en tu corazón y yo no soy más que la Luna, duermo durante el día, y vivo por y para la noche. Tú eres una alondra, yo un búho. Lo siento, Manolo, pero prometo pasar todas las noches que me quedan en vela,  velando por ti.

Ya ves, Manolo no es un nombre para protagonizar una historia de amor. Al menos no una con final feliz.

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